sábado, septiembre 14

Relaciones difíciles


Con voz profunda, intensa, oscurecida, Guadalupe Nettel (México, 1973) narra su infancia y adolescencia en El Cuerpo en que Nací (Anagrama, 2011), un libro que me había resistido a leer debido a mi mala experiencia con El Huésped (Anagrama, 2006), que más que una primera novela genial, como la promocionaron, es un conjunto de hilitos sueltos que, aunque muy originales, no encajan uno con el otro y provocan una sensación de obra inacabada y caótica.
 
Sin embargo, el año pasado ganó en España el Premio Rivera del Duero, fue muy comentada en diarios de por allá, y me picó la curiosidad enterarme de qué había pasado con esa escritora mexicana que tantas ganas tenía de sorprender con las historias efectistas y sacadas de la manga de El Huésped.
 
Me topé con un largo texto autobiográfico cuya característica es la honestidad. El ejercicio instrospectivo con el que Nettel aborda su infancia tan amarga, además de sincero y bien escrito, resulta denso. Pero esta espacie de oscuridad un tanto depresiva no aleja al lector, sino que lo acerca aún más y le provoca reflexionar acerca de su mundo interno y sus propios traumas.
 
Resulta que hay en este texto un claro reclamo hacia la madre. Más allá de los evidentes esfuerzos que hace la autora para lidiar, por medio de la escritura, con los problemas físicos y de salud que determinaron su vínculo consigo misma y con el mundo, hay un evidente deseo de denuncia de los maltratos maternos, así como un ajuste de cuentas llevado con inteligencia al terreno literario.
 
Esto me llevó a pensar en el monumental reclamo al padre de Paul Auster en La Invención de la Soledad (1982), donde describe al papá como una persona tan fría e indiferente, que en Diario de Invierno (2012), escrito 30 años después, nos resulta difícil reconocerlo, pues hay ahora una nueva actitud de reconciliación y perdón.

 
¿Cómo cambiarán los atormentados pasajes de infancia de Nettel cuando ella misma los vea desde la perspectiva de una vida ya transcurrida? No sabemos. Lo que sí podemos afirmar es que la especie humana ha creado una arquitectura interna muy compleja e interesante.
 
Y a propósito de estructuras interesantes, desde aquí felicitamos a Antonio Craviotto por el estreno de su proyecto de escritura coreográfica "La Estación", que seguirá presentándose éste y el próximo fin de semana en la Sala Experimental del Teatro de la Ciudad, con funciones a las 20:00 horas.

Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx 
 

sábado, agosto 31

La fuerza del deseo

De entrada es importante mencionar que la narrativa de la defeña Ana Clavel (1961) le debe mucho a la novela El Camino de Santiago, de la regiomontana Patricia Laurent (1962). Cuando leo un libro de Ana Clavel, invariablemente me encuentro con ideas, pasajes, imágenes de la novela de Laurent. Esa influencia tan patente de una en la otra resulta interesante.
 
Y es que en la novela de Laurent hay una actitud por parte de la protagonista que Clavel parece tomar y, posteriormente, desarrollar al máximo. Se trata de una perspectiva que afirma la experiencia del cuerpo y sitúa a la mujer como dueña de su deseo. Las Ninfas a Veces Sonríen (Alfaguara, 2013), la más reciente publicación de Clavel, es un buen ejemplo de ello.
 
Se trata de una delicada colección de pasajes eróticos que parten de la infancia y se van moviendo a través de la vida hasta llegar a la edad adulta y en donde, a diferencia de otras autoras (Alice Munro con sus mujeres víctimas de toda clase de abusos, por ejemplo), la perspectiva es la de quien toma decisiones y, asumiendo con placer su papel de objeto de deseo, logra subvertirlo.
 
"Conocí un nuevo Paraíso", dice la protagonista después de narrar su primer encuentro erótico, "ese que comienza con ser juguete del deseo de los otros -y disfrutarlo-". Y más adelante: "Nada que ver con los episodios que le escuché contar a otras diosas en el bosque. Niñas violentadas con el vientre despanzurrado como muñecas inservibles".
 
Valiéndose de un lenguaje metafórico relacionado con la fantasía, los cuentos de hadas y la mitología, Clavel logra generar, a partir de este conjunto de pequeñas piezas cargadas de belleza profunda y poética, una fuerza tremenda, revolucionaria.
 
Capítulos que inician con frases brillantes como: "Había placer por todos lados"; afirmaciones en las que el prejuicio moral brilla por su ausencia: "El cuerpo y la piel eran una alegría rotunda"; recuerdos de infancia de gran intensidad: "Sólo estábamos sentados, uno adentro del otro. Yo recostaba la frente en su hombro para calamar tanto Paraíso.".
 
 
 
Las Ninfas a Veces Sonríen no cuenta una historia, sino que avanza como si fuera un largo poema, deslizándose de una experiencia a la próxima, en un canto a la vida que con su belleza y su fuerza logra afirmar el deseo de las mujeres, su derecho a poseer plenamente el cuerpo que le pertenece.
 
Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx 

sábado, agosto 17

Buena estrella

¿Cómo es posible que un hombre vital y alegre escriba poemas tan desesperados? Eso me pregunté cuando, después de la presentación del poemario Vidrio Molido (Mantis Editores / BookThug, 2012), del poeta y narrador regio Luis Aguilar, evento que se realizó el jueves en la Capilla Alfonsina de la UANL con comentarios de Luis Armenta Malpica y Minerva Margarita Villarreal, me puse a repasar algunos de los textos del libro.

"Nada que haya sido roto encuentra otro destino", dice el poeta ante la pérdida, y más adelante define el miedo como un "corazón que se desborda en el ocre bocal del precipicio". Sin embargo, al avanzar en la lectura advierto que esas oscuridades sólo sirven para hablar de una especie de tránsito que, acorde con los viajes de nuestra tradición (Gilgamesh, Odiseo, Telémaco), termina en un regreso cargado de sentido: "Vengo, errabundo y mudo, del asombro".

Armenta Malpica, con quien Aguilar comparte desde hace años, además de la amistad y los viajes, múltiples proyectos editoriales, dice de la poesía de Aguilar que propone "nuevos tópicos", "diferentes maneras de decir", y la define como una escritura en la que "cada gesto es un arma". Villarreal dijo que se trata de una poesía "subversiva y sediciosa" y, al referirse al trabajo editorial conjunto de los Luises, los definió como "activistas de la poesía".

En lo personal, de Aguilar me gusta cierta faceta relacionada a textos en los que se acomoda a sus anchas en lo prodigioso. Durante la presentación mencionó la importancia que tiene en su trabajo el poeta español Antonio Gamoneda, y es justamente ese costado al que me refiero: "Practico el sosiego en mi levedad flotante", apunta en las primeras páginas y lo tomo en mi lectura como una introducción a ciertos textos donde el desasosiego o la desesperación son solamente la piel que envuelve al gozo.

Hay cierta luz por debajo del hastío: "Una se cansa de hacer cosas sin decirlas, como vivir la vida (que no es una manzana)"; un hálito de calidez en las escenas más tristes: "Dejo un foco encendido / para espantar el miedo / y un trasto sucio en la cocina"; cierta dulzura en la descripción de un viejo a punto de morir: "Un hombre duerme un gato entre las piernas / y el hombre ronronea". Hay, también, el anhelo de espantar la mala suerte: "Voy a sentarme a ver el mar mientras el día se duerme, a ver si la engañosa luz (o su marea) deshace este tumulto de aguamalas".

Me pregunto si ese trasfondo a que me refiero tiene relación con el deseo de magia que, también, se vislumbra en los textos.

Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx

sábado, agosto 3

Nuestros poetas

De la segunda entrega de la Colección Ráfagas de Poesía, editada por Conarte y Ediciones el Tucán de Virginia y presentada el pasado 31 de julio, deseaba con intensidad el libro de Carmen Alardín después de que una amiga lo llevó al café y, manejándolo con deleite, me leyó dos o tres poemas.
 
Más adelante, dos de los autores me regalaron sus libros y los puse de inmediato en mi lista de lecturas urgentes. Ahora que tengo el total de la entrega en mis manos, después de escuchar las palabras de María Belmonte, Gerardo Puertas y Minerva Margarita Villarreal, directora de la colección al lado de Víctor Manuel Mendiola, una vez sucedido este preámbulo y con los libros de la colección en abanico sobre mi mesa, no puedo evitar empezar por el primero.

 
 
Hablo de mi historia, de las palabras y textos que me marcaron cuando empezaba: "No fuimos personas comunes y corrientes. / Durante muchos años tuvimos diecinueve años", etcétera. En el principio fue el verbo, por supuesto, y ahí estaban los Jorges: Cantú y González. De Jorge Cantú dijo Minerva en la presentación que se trata de uno de nuestros poetas más altos. Estoy de acuerdo.
 
El de Jorge, junto con el de Carmen, es un libro que brilla en la colección. "Tanto andarme por las ramas / de la poesía / para que vinieras tú, de pronto / a desabrocharme la camisa, / abrirme el cinturón, / apagar la luz y las palabras, / a guiarme por el buen camino / con gestos, retrocesos, respiraciones, / balanceos, avances. // Un murmullo luego, una queja casi / y el pulso generoso de la consagración / florece..."
 
Pero lo impactante fue cuando tomé el libro y empecé a leer con distancia, es decir, haciendo a un lado el hecho de que algunos de esos poemas significaron la afirmación de la vida en mi adolescencia, el cristal detrás del cual me coloqué para ver el mundo. El resultado fue un extrañamiento que me sorprendió. Hay otro Jorge en el Jorge que fue mi maestro y amigo, hay un gran poeta.
 
"La temporada de caza ha terminado. / Nostálgico ya, por estos días, / el viejo Lord guarda su fusil. / El ojo del ciervo, último trofeo, / -¿por qué bajó hoy, precisamente / hasta el venero?- / no sale de su asombro...".
 
La inteligencia de Jorge era aguda, brillante, de ahí la ironía de los poemas que, sin embargo, avanzan hacia lo profundo guiados por su sensibilidad extrema. "Un espejo que viaja" (Conarte / El Tucán de Virginia, 2012), de Jorge Cantú de la Garza, nos brinda la oportunidad de leer a un grande entre los nuestros.

Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx

sábado, julio 20

Jueves de reseña

Llegué a la Casa de la Cultura, que en estos días celebra su 40 aniversario, por error. Pensaba que esa tarde se presentaría un libro que me interesaba y faltaba una hora para encontrarme con unos amigos.
 
Al llegar advertí mi error, pero al observar con detenimiento me di cuenta que el destino me había colocado justo enfrente de la exposición de arte joven que antes se llamaba "Reseña de la Plástica" y ahora, simplemente, "Reseña", con ese raro vacío al final del enunciado.
 
Dejé en la pequeña barra de la recepción el café que llevaba en la mano y me dispuse a recorrer las salas. Lo primero que llamó mi atención fue lo raquítico de la muestra. El visitante recorre el espacio en 5 minutos, en los cuales observa una serie de, digamos, "ocurrencias". ¿Era esto lo que pretendía Duchamp al exponer por vez primera un artículo de producción industrial como objeto artístico?
 
Aquella idea genial de Duchamp de proponer, precisamente, una idea como experiencia estética a través de un objeto cualquiera, había significado una revolución, una apertura del arte hacia infinitas posibilidades. Sin embargo, en la exposición que yo recorría cerca de un siglo después parecía suceder lo contrario: el vacío de ideas contundentes provocaba un vacío de significación en los objetos expuestos. ¿Quién había fallado?, ¿los artistas?, ¿los curadores que fungieron como jurados?
 
Lo único que me quedaba claro es que Duchamp no era culpable de nada. Entonces, cuando ya abandonaba el lugar, advertí una pieza que había pasado por alto en mi recorrido. El nombre de la autora es Alejandrina Herrera y se trata de un collage con dibujo y acuarela cuyo título no recuerdo.
 
Lo curioso es que tengo la sensación de haberla visto antes en alguna otra exposición. Una niña dibujada a lápiz intenta comunicarse con ella misma (se trata de dos niñas que en el fondo son una sola) a través de dos botes con un cordón a manera de teléfono rústico. La idea parece muy simple.
 
Sin embargo, por medio de un trozo de acuarela pegado al dibujo, su pecho se hunde hacia un espacio muy amplio, una especie de paisaje inmenso y profundo que ella misma parece no comprender. Es una niña de 13 años con un pozo adentro, pensé. Y recordé que los seres humanos somos así, que andamos por las calles con nuestra inmensa soledad, ese otro universo abriéndose. Quizá a eso mismo había querido llegar Leo Marz, otro de los artistas reseñados, con la proyección de su video de paisajes amplísimos. No lo sé. El caso es que de pronto valió la pena el equívoco de esa tarde.

Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx

domingo, julio 7

Encierro

El intento de alcanzar las estrellas ha caído en desuso. Ahora todo es hacia adentro: tabletas celulares, facebook. Nos hemos empeñado en reforzar nuestro autismo cósmico.

...



sábado, julio 6

Un árbol maravilloso

 
En estos días de intenso calor, vientos arrachados y vanas promesas de lluvia, me puse a releer, junto a un grupo de amigos, la novela Me Llamo Rojo (Punto de Lectura, 2006), del Premio Nobel turco Orhan Pamuk.
 
Situada en el siglo 16, la historia parte del asesinato de un famoso maestro ilustrador para llevarnos a lo profundo del Imperio Otomano y el mundo del islam. Como es costumbre en este autor, nos encontramos frente a una novela negra que también es historia de amor y narración de aventuras extraordinarias. Una verdadera delicia.
 
Uno de los temas más importantes de la novela es la tensión entre Medio Oriente y Occidente, colocada en esta ocasión en el debate acerca de la representación pictórica. Así, mientras los maestros venecianos han descubierto la maravilla del retrato, basado en los rasgos faciales, en Medio Oriente se sigue representando a los personajes con base en símbolos como el tipo de vestuario o su color.
 
Este debate es ilustrado en una de las muchas historias de la novela que recupera el espíritu de Las Mil y Una Noches. Resulta que en los cafés de Estambul había la costumbre de escuchar a narradores que, después de pegar a la pared una imagen, se ponían a narrar desde ese punto de vista. En este caso, el narrador Pamuk presta su voz al narrador del café, quien a su vez presta su voz a un árbol. Y es el árbol quien narra la "Historia de la caída de mi historia como una hoja que cae del árbol".
 
Después de explicar el motivo por el cual un grupo de calígrafos e ilustradores de Persia se dispersó, el árbol explica cómo el sultán Ibrahim Mirza decidió contratar correos tártaros para hacer un libro. Cada correo se encargaba de una página y viajaba a los diferentes lugares donde se encontraban los calígrafos e ilustradores que se ocupaban para completarla.
 
"A veces el página cincuenta y nueve se encontraba con el ciento sesenta y dos en un caravasar", cuenta el árbol, pero el caso es que el correo que llevaba la hoja donde él estaba pintado fue asaltado y su imagen pasó de mano en mano, viviendo una serie indescriptible de aventuras.
 
Al final de la narración aparece el debate. El árbol comenta que si hubiera sido pintado a la manera realista de los maestros venecianos, todos los perros de Estambul lo hubieran orinado. Enseguida viene la frase maravillosa que cierra esta joya: "Yo no quiero ser un árbol, sino su significado". Hasta aquí la magia de la pequeña historia dentro de la historia. Queda súper recomendado el libro.

Publicada en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, Mx